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Clementina*
Raquel Robles
–Vos estás completamente loco. De todas las formas de morir no se me ocurre ninguna más estúpida que la de morir rescatando pedazos de chatarra.
–Nadie va a morir. Justamente porque la consideran basura, no va a haber nadie tratando de defenderla. Mucho menos con armas.
–Entonces ¿por qué querríamos rescatar algo que ellos no quieren retener? Si no les importa, ¿no será que no es importante?
–Es muy importante. Pensá que con esa máquina se resolvió en minutos un problema matemático considerado irresoluble. Se hicieron cálculos astronómicos, estadísticos, lingüísticos.
–Bueno, ponele que sea una máquina asombrosa, ¿vos decís que ellos son tan estúpidos como para no saberlo?
–No son estúpidos, son retrógrados. Aunque sí, también son estúpidos.
–¿Y en qué beneficiaría al pueblo tu máquina, a ver?
–El pueblo no se beneficia con ningún adelanto científico si las organizaciones del pueblo no lo ponen a su servicio. ¿Qué le importa al pueblo que se invente la rueda si tiene que seguir haciendo trabajo esclavo y llevando los bultos sobre sus hombros? La energía atómica puede usarse para soluciones médicas o para borrar de la faz de la Tierra a una ciudad entera.
–Bueno, suponete que hacemos como vos decís y la rescatamos. ¿No dijiste que tenía dieciocho metros de largo y dos de ancho? ¿No dijiste que pesaba como quinientos kilos? ¿Dónde se te ocurre que podemos esconder algo así? A ver, contanos, genio.
–En principio hay que guardarla en pedazos. Ellos mismos la están desarmando. Como ese trabajo se lo pidieron a lo que quedó del equipo del Instituto del Cálculo, lo están haciendo con cuidado, sin perder piezas, la ponen en cajas, tal cual llegó de Inglaterra. Con los que estamos acá, escondiendo un pedazo cada uno, perfectamente podríamos esconder la máquina entera.
–No sé. ¿No se impulsó eso en la época de Frondizi? ¿Ya te olvidaste del hermoso discurso de asunción? “Hay un muro de contención anticomunista en Argentina, lo integran la Iglesia, la clase media, la consciencia nacional de los obreros y las Fuerzas Armadas.” Yo no sé si vos te olvidaste, pero nosotros somos comunistas.
–No me olvido y no hace falta hacer chicanas. Con el mismo criterio te podría decir, ¿cómo puede no ser bueno algo que con tanta energía desarmó la dictadura?
–Tengamos la reunión en paz. Hablemos con calma y bajemos la voz, que no estamos solos en la manzana, eh.
–Sí, tranquilicémonos y veamos todos los ángulos. Trabajemos sobre la hipótesis de que logramos rescatar y esconder todas las piezas, y que, por algún milagro, conseguimos un lugar de veinte metros cuadrados en el que no llame la atención semejante mamotreto. ¿Quién podría armarla de nuevo? ¿Quién sabría qué hacer con esa máquina?
–Es cierto, desde lo del 29 de julio no queda nadie en la Facultad que valga la pena.
–En la Facultad no, pero no todos se fueron al extranjero.
–¿Quién queda, a ver?
–Ella, Mirjam.
–No me digas que todo este plan maestro es para levantarte una mina. Sos increíble, loco. Tenés que dejar de pensar con lo que te cuelga entre las piernas y empezar a pensar con el cerebro. Supongo que a esta altura de la carrera ya sabés qué función cumple cada órgano, ¿no?
–Está visto que hoy me tenés de punto. No sé por qué estás tan agresiva hoy.
–Típico: una mujer dice lo que piensa y ya es agresiva.
–Escuchame, feminista, Mirjam es mi tía, y deberías admirarla. Es la primera programadora argentina, qué digo argentina, es la primera programadora de toda Latinoamérica. Pero no la primera mujer, eh, la primera persona. Todo aquel equipo estaba formado por mujeres.
–No te pongas así, entendela, hoy fue un día difícil para todos. Demos gracias de estar vivos y estar todavía todos acá y discutiendo. Ahora escuchame una cosa, ¿es compañera tu tía?
–No, no es compañera.
–¿Por qué se arriesgaría entonces?
–Porque es científica y un científico hace ciencia. Es su razón de ser. Así como un revolucionario entrega su vida a la revolución. El otro día en el cumpleaños de mi vieja casi se arma la podrida porque no la podían calmar. Decía que saber que pretendían vender a Clementina como chatarra era como ver que carneaban al futuro de la Patria y lo ponían a la parrilla.
–¿Quién es Clementina?
–La máquina. Se llama Clementina.
Mirjam está en su casa de Avellaneda. Visita a su madre. Aunque lleva más años casada con este hombre que lo que estuvo casada con su padre, todavía no puede digerir del todo su presencia de millonario con aspiraciones de intelectual. Sabe que le debe sus dos títulos universitarios al dinero del padrastro, pero eso no le hace más fácil la cosa. Más bien al contrario. Le da mucha pena que se haya perdido el apellido de su padre. Las cuatro hijas mujeres ya resignaron el propio para llevar el de sus maridos. Ella había tenido la intención de no ceder su apellido al de casada, pero había visto la decepción de Marcos. Quería hacerse el moderno, pero no podía renunciar a la fantasía que había cultivado desde niño de alguna vez tener una mujer que fuera “su señora” y que llevara con orgullo el apellido familiar. Hijos no habían tenido. Hubiera querido, pero no se pudo. Además, los dos tenían sus carreras y estaban bien así.
Su madre se ha convertido en una anciana “venerable” y se deja venerar. Parece una emperatriz que trata con modestia y humildad a sus súbditos. Habla muy bajito, como si cada palabra la acercara un poco más a la muerte y quisiera demorar todo lo posible el momento fatal. Sin embargo no calla. Sabe fastidiarla en polaco, en idish y en castellano. Tenés que agradecerle a tu padre que nos haya sacado de Polonia. Si nos hubiéramos quedado estaríamos bajo el yugo del comunismo. Nunca hubiéramos podido disfrutar de esta vida que gracias a mi marido nos podemos dar. ¿A quién tengo que agradecerle entonces? ¿A mi padre o a tu marido? Agradecele a los dos. Quién sabe lo que hubiera sido de nosotras en Polonia. ¿Sabías que las mujeres no pueden quedarse en su casa cuidando de sus hijos en los países comunistas? No tengo hijos, mamá. Además, no hubiéramos tenido oportunidad de sufrir “el yugo comunista”, habríamos muerto todos en la cámara de gas. No podés ser tan cínica, Mirjam. Esas cosas no se dicen, ni siquiera en broma. ¿Qué cosas, mamá? Es un hecho, no una opinión. Los polacos judíos que quedan en Polonia son sobrevivientes. Por eso toleran el comunismo. Si hubiera más judíos esto no estaría pasando. No digas pavadas, mamá. Hay millones de judíos comunistas. Por favor, no me digas que te convertiste vos también. No, mamá, no me “convertí”. Pero lo que te puedo decir es que los comunistas de los países comunistas no son tan imbéciles como para tirar a la basura una inversión millonaria ni para desperdiciar todo el dinero gastado en formar científicos. Mirjam, te pido por favor que no empieces otra vez con tu maldita máquina. Ya arruinaste el cumpleaños de tu hermana, no quiero que se te haga costumbre. Llorar hace muy mal al cutis, además. No te preocupes, mamá, no voy a llorar. Mejor me voy a charlar con mi sobrino que acaba de llegar. Al menos él parece preocupado por el futuro de la ciencia.
–Traté de conservar todo lo más fiel a como estaba. Sabía que un día ibas a venir a llevarte sus cosas y a quedarte con la casa.
–Bueno, con la casa no me pienso quedar. La voy a vender. En cuanto me salga la sucesión la vendo.
–Está bien, estás en tu derecho. Pero ¿no querés quedarte unos días a revisar sus cosas? Hay un montón de libros, recuerdos, está su ropa incluso. Al principio dejamos la casa sola, por miedo de que volvieran. Pero después entre todos los vecinos la cuidamos para que nadie la tomara. Yo vengo a cortar el pasto y a regar las plantas. El de enfrente se quedó con los perros, pero ya se murieron. La del otro lado pasa una vez por semana para limpiar. Hace años que lo venimos haciendo.
–Yo les agradezco un montón todo. Pero la verdad no sé si quiero quedarme con algo. Ya venir acá me dejó descompuesta.
–Dale, yo te acompaño. Vamos despacito, miramos cosa por cosa. Y lo que no se pueda hoy, lo dejamos para otro día. Mirá lo que es la biblioteca. Cuando se lo llevaron tiraron todos los libros al piso, pero después los acomodamos. La usamos de biblioteca popular. Leemos los libros y después los devolvemos.
–Sí, se ve que le gustaba leer. ¿Y en estas cajas que hay?
–Bueno, miremos. Hay de todo. Pero mirá esta. Esta sí que es especial.
–No entiendo por qué mi viejo podía querer guardar esto. No entiendo por qué no lo tiraste con el resto de los bártulos.
–No lo tiré porque tu viejo decía que un día, uniendo todas las piezas, se iba a armar una máquina que era capaz de cambiar el mundo.
–Me estás cargando. Parece un pedazo de heladera de los años sesenta.
–Sí, parece, pero no es.
–¿Qué máquina se supone que iban a armar? ¿Un arma mágica para hacer la revolución?
–No seas así. Tu viejo se jugó la vida. Se la jugó y la perdió. Pero que nos hayan derrotado no quiere decir que te puedas burlar de esa gesta.
–No me burlo, Cristina, pero no me digas que no eran un poco inocentes. ¿De verdad creían que le podían ganar al establishment con discursos y volantes repartidos en la puerta de las fábricas?
–Las palabras son muy poderosas, Victoria. Y sí, de verdad creímos que podíamos vencer. Aunque también podía ser que no sucediera en el tiempo de nuestra vida.
–Bueno, no va a suceder nunca.
–No estés tan segura. La Historia tiene sus sorpresas. Además, mirá, ese “bártulo” como vos lo llamás, es una pieza de la primera computadora que hubo en la Argentina.
–Me estás jodiendo.
–No, no te estoy jodiendo.
La sala está vacía. Mañana vendrán los funcionarios, dirán sus discursos y los asistentes obligados mirarán con simulado asombro las piezas que se exhiben. No hay muchas. Apenas tres. Parecen objetos abandonados del plató de una película de alienígenas. En la pared hay un rulo de papel enmarcado. Una especie de cinta de Moebius escrita en braile. Un pedazo de rollo descartado de un teletipo de los años cincuenta. Una obra de arte conceptual de esas que nadie entiende. ¿Qué concepto habría que ver en ese descarte enmarcado? ¿La idea de Lacan del consciente-inconsciente en una sola banda rota y vuelta a pegar pero retorcida? Las chicas solían esperar que la máquina despidiera ese rollo con las manos extendidas. Se atropellaban para leerlo. A lo mejor porque prácticamente no había hombres alrededor, solo el director que no siempre estaba, o porque sentían la inmunidad de haber llegado adonde siempre habían querido, o quién sabe quizá lo hubieran hecho de todos modos, pero no se privaban de festejar con risas y gritos. Cada vez que la máquina resolvía el problema imposible que le pedían, ellas palpitaban el éxito. En el cuerpo. Cada vez. Pero ahora es un pedazo de papel que nadie entiende. Es un cuadro. Un pedazo de pasado enmarcado para que un día cada diez años los funcionarios vuelvan a hacer el mismo homenaje a la tecnología muerta y perimida, pero sin la cual el mundo en el que vivimos sería completamente otro. Un hombre vestido con ropa de trabajo está terminando de dejar el salón impecable. Tiene un carrito lleno de elementos de limpieza. A él le toca sacarle lustre a la tarima, a las sillas de madera, a la mesa de roble. Tiene la pericia de haberlo hecho muchas veces. No tiene mecanizados los gestos, sin embargo. Se detiene frente a cada mueble y lo trata como si fuera la lámpara de Aladino. Como si de cada objeto que lustra fuera a salir el genio que le va a cumplir los deseos. Cuando termina se para frente al cuadro de la cinta enmarcada. El cuadro tiene escrito en letras grandes, negras, de imprenta: AUTOCODE. Guarda el trapo amarillo en su carrito, cruza los brazos en el pecho y le habla. Le habla al cuadro. Podría andar por ahí alguno de los compañeros y escucharlo. Pensarían que está loco, o que está perdiendo tiempo. Pero no le importa. Le habla bajito, de todos modos. Lo que tiene para decir es íntimo. Es solo entre el cuadro y él. A lo mejor si lo hubiéramos logrado hubiera habido menos muertos. Estuvimos cerca. No, no estuvimos cerca. Pero si hubiéramos estado cerca, si hubiéramos podido rescatarla, armarla, quizás el mundo de las conexiones hubiera llegado antes. ¿Qué hubiera pasado si cada vez que venían a buscar a uno de nosotros hubiéramos podido dar aviso inmediatamente? ¿Y si hubiéramos tenido un dispositivo de rastreo para ubicar a los que secuestraban? Es una estupidez. Ahora existe todo eso y la revolución no podría estar más lejos. Pero es cierto que está lejos porque no quedó casi nadie de los que la imaginábamos. Si hubiéramos podido salvar a esos cuadros políticos, aunque hubiéramos sido derrotados, no se habría muerto con ellos la experiencia. Nos hubiéramos vuelto a levantar. No hubiéramos dedicado nuestras vidas a que pagaran los verdugos. Bueno, tampoco es que hayan pagado lo que debían. Pero ese no es el punto. El punto es que nos dejaron tan lastimados que no quedó energía para pensar en revoluciones. Ay mi pobre Clementina. Te juro que hice todo lo posible. En cualquier momento me enmarcan a mí también y me llevan en una muestra itinerante. No sería un mal final. Los chicos de las escuelas pasarían aburridos, hablando de sus cosas y las maestras los llamarían a silencio para que algún monigote les explique quién fuiste vos y quién fui yo. Nadie va escuchar nada, van a simular que prestan atención para no ser reprendidos, pero no van a entender. Somos dos piezas de un rompecabezas que hace rato se extravió, dos suvenires de la fiesta de la derrota. Quién te dice, mi querida. A lo mejor aparece algún arqueólogo que reconstruye con nosotros el animal de entusiasmo que fuimos y le explica al mundo lo que quisimos hacer. O a lo mejor no sucede nunca, y lo que nos toca es descansar. Ser las piezas de museo que tenemos que ser y que los vivos, los realmente vivos, se ocupen de arreglar este desastre. El hombre se da vuelta y agarra su carrito. Los compañeros ya tienen todo listo para irse. El supervisor da una última vuelta por el lugar para cerciorarse de que esté todo impecable. ¡Perfecto, muchachos! Nos vamos para casa. Mañana que nadie llegue tarde, que todo esto va a quedar hecho una mugre después del acto. ¡Que descansen!
NOTA: Clementina fue la primera computadora con fines científicos utilizada en la Argentina. Llegó al país en noviembre de 1960, a partir de la gestión de Manuel Sadosky, impulsor –junto al entonces decano Rolando García– del Instituto de Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Clementina funcionó entre 1961 y 1971 en el Pabellón I de la Ciudad Universitaria de la UBA. En este relato se homenajea a las mujeres pioneras en programación de computadoras en la Argentina.
*. Este texto es un relato de ficción inspirado en algunos hechos reales.