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Internet, esfera pública y sistema de partidos en la Argentina a 40 años de democracia
María Esperanza Casullo
La película Argentina, 1985, estrenada en 2022, resalta por varias cosas: por mostrar bien el miedo que dos años después de finalizada la dictadura militar aún saturaba la vida, por reflejar la esperanza cifrada en la joven democracia, y por denunciar la posibilidad real de un retroceso autoritario. La muy buena reconstrucción de época del film también ofrece la posibilidad de recordar cómo se hacía el día a día de la administración del Estado cuatro décadas atrás: máquinas de escribir con teclas mecánicas y rollos de cinta entintada, comunicaciones por teléfono de línea –exclusivamente–, archivos fotográficos en papel. En una de las escenas centrales de la película, el equipo del fiscal Julio Strassera, Luis Moreno Ocampo y sus jóvenes ayudantes, entregan por mesa de entradas el paquete con la totalidad de la prueba recolectada para ser utilizada en la acusación contra los jefes de la represión. Las pilas de papeles a ser ingresados al expediente tienen que ser transportadas en un carro con ruedas.
Pero no solo el día a día del Estado. En otra de las escenas clave se ve cómo al cierre de cada jornada de audiencias en Tribunales un tropel de periodistas sale corriendo, con las notas que habían tomado, para llegar primeros a algunos de los teléfonos públicos de ENTel tipo “bicho bolita”, y allí dictar el reporte a algún editor o editora que estaría, seguramente, pendiente del timbre del teléfono de línea. Al mismo tiempo, también la política es mostrada como un “detrás de escena” que tiene sus tiempos y sus rituales, y que es filtrada al gran público por un número pequeño de enunciadores legitimados, que la anotan, explican y traducen, en un proceso que también tiene sus tiempos y sus mediaciones. Finalmente, uno de los núcleos emotivos centrales del film es la escena que comienza con la cámara fija en un plano de la familia del fiscal mirando por TV una transmisión sobre el juicio, para luego salir al balcón y revelar que en muchos otros departamentos de la ciudad todas las personas estaban mirando lo mismo, unificadas en un consumo noticioso.
Pensemos cómo sería ahora. El juicio sería tuiteado en vivo y en directo, minuto a minuto.
Los expedientes habrían sido seguramente filtrados a la prensa, incluso meses antes de las audiencias. Influencers y autoproclamados expertos de todo tipo darían su opinión vía redes sociales, en paneles televisivos –políticos o de chimentos– y en vivos de Instagram. Es muy probable que los testigos fueran víctimas de campañas de deslegitimación y rumores de dudosos orígenes a través de las redes sociales, con uso de cuentas de incierta procedencia. Mucha gente miraría los juicios por TV, pero muchos más verían resúmenes o videos cortos vía Facebook, Twitter o Instagram. Tal vez alguno de los jóvenes abogados del equipo de Strassera saltara a la política desde la fama conseguida; tal vez algunos de los acusados o sus abogados postearan vivos o spaces.
En definitiva, Argentina, 1985 puede usarse como punto de partida para comparar dos esferas públicas notoriamente diferentes: antes y después de la masificación de la red de comunicación descentralizada que conocemos como Internet.
En los años de la transición democrática la esfera pública estaba notablemente centralizada y restringida, por varias razones. La primera, que la Argentina ingresó a la democracia luego de siete años en los cuales la dictadura militar hizo del control sobre la información y los medios de comunicación uno de sus ejes centrales. Hay que recordar que la Junta Militar fue más allá de la típica conducta autoritaria que intenta reducir el flujo, la calidad y la veracidad de la información. Los dictadores llevaron a cabo un experimento consistente en intentar dar forma a una comunicación centralizada positiva, totalizante, que incluyó contratar a agencias transnacionales de publicidad para generar contenidos, organizar un mundial de fútbol y promover figuras y formatos de “la farándula”, la música y el espectáculo.
La segunda razón tiene que ver con una limitación de tipo simplemente empírico: en los años de la crisis final de la era de sustitución de importaciones, el acceso a las tecnologías de la información era muy limitado. En un país extenso, con mala conectividad, era difícil acceder a consumos simples como los diarios mal llamados “nacionales”, que llegaban a las provincias por avión luego del mediodía. Ni hablar de TV o de radio.
Sin embargo, la sociedad argentina era y es una sociedad hambrienta de contenidos y de discusiones públicas. La Argentina se consolidó desde principios del siglo XX como un país con un alto porcentaje de población urbana y lectora, que fue además pionero en la radio (en el año 1920 se realizó aquí la primera transmisión de radio en vivo del mundo), que desarrolló un importante mercado de prensa escrita, que tuvo pioneros innovadores en la televisión y que alumbró revistas como Crisis o Primera Plana, con periodistas de nivel mundial.
No es sorprendente, entonces, que Internet causara entusiasmo en un país sediento de consumos culturales. (Según el Banco Mundial/Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [2022], la Argentina era en 2022 el sexto país de América Latina con mayor porcentaje de hogares conectados a Internet por conexión física, algo bastante notable dada su extensión y lo disperso de su población fuera del área metropolitana.) La universalización de Internet cambió el consumo de información y, específicamente, de información política. Argentina, 1985 (para volver al ejemplo) muestra de refilón los locus donde se construían las noticias políticas: el casi único
programa político de TV (el de Bernardo Neustadt), la tapa del diario que llegaba por la madrugada, el estudio de radiofonía. Este ecosistema político-informativo se alteró de manera irreversible.
Con la universalización de la Internet por banda ancha en la década de 1990 se abrieron una serie de expectativas sobre el impacto de la nueva tecnología en la política. Estas se concentraban en tres áreas: primero, la red iba a permitir una esfera pública más participativa, transparente y con mayor diversidad de voces; segundo, las nuevas tecnologías volverían menos necesarios a los partidos políticos, hasta tal vez eliminarlos; finalmente, la modernización de los procedimientos políticos (por ejemplo, permitiendo el voto por Internet) reduciría costos y aumentaría la confianza y la transparencia.
Ya transcurridos veinte años, podemos afirmar que el impacto de Internet en la organización política es mucho más matizado. Es difícil, si no imposible, asumir relaciones de causalidad, ya que los cambios sociales se dieron en varias dimensiones al mismo tiempo. Sin embargo, sabemos que la política en la era de Internet no se ha transformado de manera puramente positiva.
Empecemos por el último punto, el uso de nuevas tecnologías para modernizar procesos políticos, como por ejemplo el voto por Internet o voto electrónico. Si bien es cierto que en todo el mundo se avanzó en la tecnificación, esto no significó necesariamente una ganancia en transparencia. Al contrario, cuando existen instancias de duda ciudadana sobre elecciones, puede aumentar la desconfianza. Países como Holanda, Alemania, Irlanda y el Reino Unido prohibieron avanzar en esta dirección: la posibilidad del control ciudadano con papel y lápiz puede generar mayor confianza que los sistemas más complejos, solo comprensibles por expertos.
En cuanto a la calidad de la información que circula en la esfera pública, también los impactos son ambiguos. Por un lado, es innegable que podemos acceder a una mayor cantidad de información que en ningún otro momento de la historia humana. Minuto a minuto, nos enteramos de todo lo que sucede en el planeta. Según Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein (2022), el 75% del público argentino consume noticias vía su teléfono celular, y siete de cada días accede a su consumo diario de noticias vía redes sociales (Facebook primero, YouTube y WhatsApp segundo, Instagram tercero).
Sin embargo, esto tampoco aumentó nuestra confianza en que entendemos lo que pasa. Paradójicamente, la multiplicación de la circulación de información vía sitios y redes de Internet no se tradujo, como muchos pensaban, en una mejoría del debate en la esfera pública. Fuimos muchos los que supusimos que la erosión de la legitimidad de los viejos lugares privilegiados de enunciación mediática (el diario, la radio, el noticiero de TV) redundaría en una horizontalización de la conversación pública que privilegiaría la fuerza del mejor argumento como criterio de autoridad. Supusimos que la red permitiría acceder a otras fuentes de saber experto más allá de los habituales periodistas varones y de clase media situados dentro de los límites de la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, treinta años después los resultados son profundamente ambiguos. Nunca fue tan fácil acceder a la información, y nunca fue tan difícil confiar en la calidad de la misma. Según Boczkowski y Mitchelstein (ibídem), solo el 35% de los argentinos confía en la calidad de las noticias que reciben (valor menor al promedio de la región, que es de 42%).
Sin embargo, paradójicamente, al mismo tiempo que confiamos menos en la veracidad de la información que recibimos, nos indignamos mucho más por lo que leemos o vemos. La desconfianza generalizada hacia la calidad y la confiabilidad de las noticias que se consumen no genera apatía; antes bien, se relaciona con el aumento generalizado de la polarización y la agresión política. Se cree menos en lo que se lee, pero aún así eso que se lee y no se cree genera indignación. Las noticias políticas circulan hoy en comunidades cerradas, en donde los individuos interactúan más frecuentemente con quienes coinciden cognitiva y afectivamente (Zuazo y Aruguete, 2021: 141). Además, la polarización se combina con una dinámica de burbujas de las redes sociales: las noticias que generan un efecto emotivo basado en la indignación circulan más rápidamente, en comunidades que se las envían y se indignan en conjunto (Calvo y Aruguete, 2020).
Un tercer efecto tiene que ver con la transformación del discurso político. Muchos (no todos, pero una mayoría) de los discursos políticos buscan entrar en esa dinámica de rápida circulación en comunidades amigas basadas en la indignación. Esto ha quedado a la vista en los últimos debates en el Congreso argentino, donde se generalizaron conductas cuya finalidad es impactar fuera del ámbito legislativo, como interrumpir, insultar, levantarse a los gritos. El objetivo no es tanto incidir en el resultado de una votación como asegurar un recorte de 30 segundos que “se vuelva viral”.
No se trata de idealizar una supuesta edad de oro del debate civilizado que en realidad nunca existió, sino de señalar que la lógica de la comunicación instantánea, viral e indignada entra en contradicción con un supuesto de la vida en una república representativa, que supone que negociar no es una mala palabra.
Un cuarto y último efecto relacionado: la erosión del funcionamiento interno de los partidos. La viralización también se relaciona con cambios en varias áreas. Una de ellas son los mecanismos por los cuales se puede llegar, o pretender llegar, a posiciones de liderazgo. Durante décadas se suponía que para llegar a estar “expectante” una persona debía ingresar a un partido (mejor si joven), ir a infinidad de reuniones, pegar carteles, ganar algún cargo electivo de menor jerarquía, e ir escalando desde ahí. Este cursus honorum nunca estuvo forjado en hierro, y siempre podía ser cortocircuitado por un cantante popular como Ramón Palito Ortega o un deportista exitoso como Carlos Reutemann. Una de las razones del triunfo de Carlos Menem fue sin dudas su manejo confortable de una imagen relacionada con el espectáculo y la farándula, así como la carrera de Mauricio Macri es inseparable de su gestión al frente del club Boca Juniors. Sin embargo, Carlos Menem no habría llegado a la presidencia sin ser antes gobernador, y Mauricio Macri pasó ocho años fogueándose como jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires antes de candidatearse a presidente. En las últimas elecciones hemos visto, sin embargo, un número récord de candidatos que saltaron del periodismo a la política, o que se hicieron conocidos por ser usuarios de Twitter o que apalancaron su fama como influencers en YouTube para saltar a la cabeza de una lista. Esto podría significar una bienvenida ampliación de la comunidad política, pero (otra vez) hay una contradicción entre la visibilidad continua del influencer y el tedioso y rutinario trabajo cotidiano necesario para llevar adelante la gobernanza de un país complejo. Además, y paradójicamente, otro efecto colateral es que a las mujeres, personas trans y LGBTQI+ les cuesta más hacer uso de esas vías de entrada, pues son blancos mucho más frecuentes de las campañas de indignación.
En síntesis: si la esfera pública, los partidos y la gestión del Estado tenían sus áreas de opacidad y sus mediaciones antes de la irrupción de Internet, la vida política actual no puede caracterizarse como una de transparencia, participación y libertad sino, en todo caso, como una caracterizada por otras mediaciones y opacidades, otros peligros, y otros desafíos.
Bibliografía
Banco Mundial/Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2022). Informe: Acceso y Uso de Internet en América Latina y el Caribe. Resultado de las encuestas telefónicas de alta frecuencia de ALC 2021. Disponible en: https://www.undp.org/sites/g/files/zskgke326/files/2022-09/undp-brlac-Digital-ES.pdf [última consulta: 5 de mayo de 2023].
Boczkowski, P. y Mitchelstein, E. (2022). “¿Cuáles son los medios que más se consumen en la Argentina?” Publicada en Infobae, 15 de junio. Disponible en: https://www.infobae.com/sociedad/2022/06/14/cuales-son-los-medios-que-mas-se-consumen-en-la-argentina/ [última consulta: 5 de mayo de 2023].
Calvo, E. y Aruguete, N. (2020). Fake News, trolls y otros encantos. Cómo funcionan (para bien y para mal) las redes sociales. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Zuazo, N. y Aruguete, N. (2021). “¿Polarización política o digital? Un ecosistema con todos los climas”. En Ramírez, I., y Quevedo, L.A. (eds.), Polarizados. Buenos Aires: Capital Intelectual, 135-143.