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La democracia y el riesgo de la agenda emocional: indignarnos para gobernarnos a todos
Mariana Moyano
La película Argentina, 1985 nos puso la pregunta a un centímetro de la nariz. Vista a 40 años de la vuelta de la democracia, el interrogante (contrafáctico, ucrónico, absurdo, pero humano e inevitable) se instala solo: ¿cómo hubiera sido la búsqueda de información para el juicio con la existencia de Internet y de teléfonos celulares?
Hay fechas icónicas para la democracia. 1983 sin dudas lo es para la Argentina. Y, por esas casualidades planetarias, ese año también es el del nacimiento de Internet.
Fue el 12 de marzo de 1989 cuando Tim Berners Lee describió por primera vez el protocolo de transferencias de hipertextos que daría lugar a la primera web utilizando los tres nuevos recursos: HTML, HTTP y un programa llamado Web Browser. En 1993 solo había 100 World Wide Web Sites y en 1997 ya más de 200.000. Pero 1983 es tomado como año bisagra en el proceso que comenzó antes, cuando el Departamento de Defensa de los Estados Unidos decidió usar el protocolo TCP/IP en su red Arpanet, con lo que creó Arpa Internet, que con el paso de los años se convertiría en, simplemente, Internet.
Decimos muy habitualmente, y con razón, que la rueda e Internet son los inventos que más han revolucionado la vida humana. Por eso la pregunta de cómo hubiera sido la búsqueda de información para el juicio a las juntas militares con la existencia de Internet aparece primero como un absurdo y luego como la evidencia de que solo por un pequeño desacople temporal no fue posible.
De hecho, en la vida posterior de los organismos de derechos humanos las formas de trabajo cambiaron radicalmente. Tanto en la cotidianidad o los lenguajes como en los juicios posteriores. El listado de modificaciones no es infinito pero casi: escraches virtuales a los beneficios a genocidas; vivos de Instagram de las Abuelas de Plaza de Mayo cocinando sus recetas caseras con chef famosos para lograr otro acercamiento y ampliar sus audiencias; procesamiento de archivos y fallos; entrecruzamiento de datos; creación de mapas para clasificar y cruzar información de secuestros y desapariciones; la base “Presente” de H.I.J.O.S.; los archivos de los juicios donados al Estado nacional; el acceso a la desclasificación de los archivos y cables de, por ejemplo, la CIA, que antes solo era posible ver con escáner manual o microfilm en uno o en pocos lugares físicos; acceso a los medios para conocer las coberturas para los juicios de reparación; archivos de desaparecidos; dirección de correo electrónico en los recordatorios para habilitar un contacto; el programa Buscados; blogs de los genocidas –donde, incluso, se los puede conocer de primera mano–; el logro de la acordada de la Corte para que los juicios se transmitieran on line y el consecuente conocimiento masivo de las caras de los genocidas; la posibilidad de que los testigos declaren a distancia por videoconferencia; recorridas virtuales de los sitios de memoria y aplicaciones para conocerlos; actualización permanente y al mismo tiempo en todas partes de las bases de datos luego del trabajo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP); páginas web, comunicación permanente con las filiales de organismos en todo el mundo, contacto inmediato; los relatos por la identidad en las redes sociales; búsqueda de nietos en padrones digitales o el pañuelazo virtual del 24 de marzo en plena cuarentena por pandemia. A este listado hay que sumarle un larguísimo etcétera lleno de beneficios, simplificaciones y comodidades.
La utilidad, la velocidad en la obtención de información, el tiempo ganado, conexiones antes imposibles y hoy a un click son, indudablemente, inmensos beneficios de Internet. Y ya lo hemos naturalizado: no podríamos concebir un mundo sin ella. Por eso, además de lo que expone en la superficie, la película Argentina, 1985 tiene este subtexto: la inmensa dificultad que implicaba la búsqueda de la información en la vida previa a Internet.
Cualquier periodista o investigador que haya comenzado su vida laboral antes de la triple w recordará las horas, días, semanas de hemeroteca que implicaba la producción de un texto. Disculparán ustedes lo irritante y personal del recuerdo que utilizaré como síntesis pero lo encuentro eficaz por lo gráfico: sin Internet primero y Google después la única chance para encontrar algo eran horas entre papeles en un ambiente del que salíamos llenos de picaduras de pulgas que duraban días. Dedos manchados de tinta, bolsos pesadísimos y repletos de fotocopias, marcadores fluorescentes, el intento infructuoso de robarnos el diario viejo devenido joya por el dato que contenía y más pulgas, muchas picaduras de pulgas.
Eso ya no pasa. A menos que seamos acumuladores compulsivos de papeles (lo soy porque Charly García también tiene razón en esto: cada vez más analógico en un mundo cada vez más digital), los cambios relacionados con Internet nos han llevado a hacer un salto de fe. Nos permitimos no grabar en nuestras memorias el número de teléfono de nadie, permitimos que sea Google quien se ocupe de cualquier olvido, ya no llevamos reloj o asumimos como dado que en un viaje en subte podamos indagar en tiempo real sobre el conflicto en Israel o conocer las intimidades de la Scaloneta.
No nos damos cuenta porque fue de a poco, fue sutil, fue día a día y fue desde todos lados. No nos damos cuenta porque se nos ha vuelto natural.
Mark Weiser fue un cerebro de la computación ubicua, una disciplina que estudia la vinculación de la informática en la vida de las personas y tiene una frase memorable. Lejos de la idea (errónea o tramposa ideológicamente) de que la técnica y la tecnología son fenómenos neutrales y despojados de cargas ideológicas, este científico dijo: “Las tecnologías más significativas son aquellas que desaparecen. Las que se entrelazan en el tejido de la vida cotidiana hasta que son indistinguibles de la vida misma”. Eso es lo que hoy nos pasa con Internet. Y es esa instalación en nuestra vida cotidiana lo que hace que una película se nos vuelva “vieja” o “actual”: qué tecnología hay en su trama y locación.
Pensar políticamente Internet
Cuando hablamos de Internet, por lo general, reducimos el análisis del impacto a los cambios vinculados con lo más utilitario. Pero lo más revolucionario, innovador y profundamente transformador es algo no tan vinculado a la utilidad y al cambio cultural; lo que va a los cimientos de una era, lo que modifica no solo los modos de comportamiento sino las formas de abordaje, lo que moldea nuestro pensamiento y maneras de concebir la vida y, por ende, la democracia.
Hay en nuestra vida cotidiana, en nuestro modo de comportarnos en sociedad una enorme paradoja: el smartphone en la cartera de la dama, o en el bolsillo del caballero, nos da seguridad. Toda la información que necesitamos está ahí. Pero eso, esa infalibilidad tiene una contracara: la más absoluta vulnerabilidad. Es que, precisamente, toda la información que necesitamos está ahí.
Sin el dispositivo, es decir, sin Internet, nos sentimos desprotegidos. Allí está la puerta de entrada a nuestra información (presente y futura; permanente o efímera), más la mayoría de nuestra dieta diaria de consumo de contenidos.
Estamos solos, en casa, en un transporte, en la fila del cine, en una plaza, playa o en medio del campo. Solos pero híper estimulados y sobreinformados.
Eric Emerson Schmidt, director ejecutivo de Google entre 2001 y 2011, dijo: “ya no necesitamos que teclees nada porque sabemos dónde estás, dónde has estado y podemos adivinar bastante bien qué estás pensando”. Y sobre la base de ese conocimiento se formula la información con la cual decidimos.
¿Cómo procesamos en términos de ciudadanía política, es decir cómo procesa –con permiso del psicoanálisis– mi yo democrático la sobreestimulación informativa? ¿Cómo ese consumo cambia la concepción de democracia?
Se ha creado un sistema que, como dice Marta Peirano, ya no es “la banalidad del mal sino la banalidad de la comodidad del mal”, o lo que la alemana Hito Steyerl describe como el estado actual de super aceleración. El que, al mismo tiempo, genera un consumo informativo sin control que paraliza a la hora de conocer exactamente qué es eso que estamos consumiendo. Más que a las papas fritas, a lo que debiéramos ponerle etiquetado frontal es a lo que leemos en los dispositivos.
La información que nos llega no proviene de un emisor malo malísimo que quiere mentirnos para manipularnos. Porque ya no se trata de contenidos. Se trata de estados de ánimo, de la gran máquina de radicalización.
El algoritmo tensa, tensiona, tironea. Del contenido inicial de derecha, a contenidos neonazis, negacionistas del Holocausto o nuevas generaciones de Ku Klux Klan. De contenidos de izquierda, a teorías de conspiraciones. Del vegetarianismo al veganismo extremo. Del running a ultra maratones. No importa qué sino cómo. Porque al algoritmo no le importa radicalizar mi pensamiento político, le interesa mantenerme ahí, le interesa extremar el tiempo de engagement y para lograrlo radicaliza mis emociones. Sabe con cuáles me engancha más que con otras. La agenda es emocional y la indignación es la droga yonqui de Internet. “Más viral que los gatitos, más potente que el chocolate, más veloz que el olor a galletas, más intoxicante que el alcohol”.1 Y mientras los usuarios se convencen de estar formando pensamiento político sobre todos los temas del feed, en realidad están permitiendo que nos llenen de sentimientos morales. Indignarnos para gobernarnos a todos.
Indignados aquí y allá. Por derecha y por izquierda. Antivacunas filo nazis igual de enojados con los laboratorios que hippies progresistas antiglobalización. El argumento ya no gana nada porque la sociedad ha aceptado que el grito genera más likes.
Se instala una discusión en la que parece írsenos la vida. Pero a las horas el tema deja de parecernos interesante, aparece un perro con dos colas o un famoso que tuitea sin querer una foto comprometedora. En ese estado consumimos. Con un enunciador ya no de contenidos sino de generación del estado de ánimo de la época. Y en velocidad. En vértigo supersónico.
En cada caso pasamos por el mismo proceso: ironía (“Qué va a ganar algo así… es un cachivache”), indignación (“¡Mirá las cosas que dice este facho! ¡Hagamos algo, qué sé yo… un hashtag!”), sorpresa (“¿Posta ganó? ¿No se puede anular la elección por haber mentido?”), angustia (“Me voy del continente”, “El mundo es cada vez más oscuro”), empatía (“Voy a tuitear una foto de la Estatua de la Libertad llorando”) y normalización (“¿Pastafrola de membrillo o batata?”).
Se habla livianamente de la influencia de WhatsApp, las redes y las fake news. Nos paramos en la creencia de que un grupo (grupazo, porque construyen mayorías electorales) es engañado por agentes del Imperio Galáctico. Y si son engañados, claro, es porque no tienen la suficiente inteligencia. No como nosotros, los que chequeamos todo y, además, sabemos cuál es LA verdad, ¿no?
Como me gusta decir siempre, fijate bien porque quizá no hay complot sino que cambiaron las reglas.
Sí, Hitler no tuvo redes sociales tal como las conocemos hoy. Stalin, Mussolini, el Gengis Kan y Atila, tampoco. Está claro que el odio y la intolerancia no son un fenómeno nacido en el siglo XXI. Pero las sociedades habían ido delimitando y conteniendo el peligro que la polarización y la radicalización generan. Las plataformas digitales parecen estar borrando en menos de una década las defensas y anticuerpos que generaron las democracias ante los peligros totalitarios.
Estas defensas que socialmente tenemos ante ciertos movimientos, ante ciertos peligros, no parecen estar funcionando. Hace una década alcanzaba con que un candidato cometiera un exabrupto para que sus posibilidades se derrumbaran. Hoy se convierten en líderes diciendo la más enorme barbaridad.
Los medios tradicionales no han cambiado demasiado desde sus comienzos. Hay más opciones, mejor calidad. Pero la velocidad supersónica de los cambios en los dispositivos digitales es tan vertiginosa que no solo no llegamos a comprender el impacto sino que nos es humanamente imposible gestionarlos.
Dato no mata relato
Si alguna vez fue cierto eso de que “dato mata relato” (nunca me pareció una frase ni precisa ni cierta, sino más bien una tabla a la que aferrarse cuando vemos el mundo arder), pues la Inteligencia Artificial ha venido a decirnos “sori for iu querida”.
He leído –no sin sorpresa– a investigadores jactarse de que el ChatGPT se equivoca. Que no es preciso. Que todavía no sabe. Por supuesto, pero estos que minimizan lo que parecen no tomar en cuenta es la velocidad a la que aprende. Se trata de una tecnología que se ha hecho pública hace apenas unos meses y que de figuras monstruosas o textos absurdos ha pasado en días a crear películas, hacer cálculos para construir edificios, dar diagnósticos veterinarios correctos, detectar tumores y crear imágenes que, salvo miradas con lupa y precisión quirúrgica, pasan por fotos.
El papa Francisco había dedicado un capítulo en su encíclica Fratelli Tutti al poder de Internet. Hablaba ahí de los circuitos, los prejuicios, la agresividad, las noticias falsas y las formas insólitas de ebullición social. No sabía cuando publicó este texto que él mismo sería objeto de un fenómeno viral de proporciones. Ni se imaginaba que una imagen suya con una campera inflada blanca recorrería el planeta en minutos para convertirse en la más acabada prueba de que este siglo venía, ya no a instalar mentiras, sino a poner en cuestión el mismísimo concepto de verdad.
“La mano golpea de nuevo: estas fotos supuestamente tomadas ayer en una manifestación de protesta en Francia parecen reales, si no fuera por el guante de seis dedos del oficial #disinformation #AI”, fue el texto de un tuit que la usuaria acompañaba con imágenes de una (supuesta) represión. Ese tuit fue escrito a un mes de la presentación masiva de la IA del chat y la creación
de imágenes. Menos de 30 días después de este posteo los dedos de
más han dejado de ser un salvoconducto. La IA ya no coloca dedos de más. Aprendió.
Y tanto aprendió que si alguien no nos avisa no nos damos cuenta.
La imagen de Francisco y la campera puffer blanca circuló por las redes y de inmediato los usuarios comentaron su sorpresa ante semejante modernización de la Iglesia católica. No sabían que las imágenes creadas por Pablo Xavier no eran fotos. “Pensé, simplemente, que sería divertido ver al Papa con una chaqueta rara”, dijo el creador. “Estaba bromeando, pensé que tal vez solo cinco personas lo retuitearían.”
La aventura de Pablo Xavier puede que se haya convertido en el primer caso real de desinformación de inteligencia artificial a nivel masivo.
La imagen del Papa es muy realista pero tiene imperfecciones notorias: la forma de los anteojos, el modo en que se fusionan con la cara, ciertas sombras, el crucifijo, el cierre de la campera, el mate o el anillo. Es cierto pero también es verdad que se trata de errores que fueron observados después de que el autor confesara que él la había creado con IA.
Sam Altman es el presidente de OpenAI. Fue terminante: “o esclavizamos a la inteligencia artificial o nos esclavizará a nosotros”, dijo. Y agregó: “la forma más responsable de introducir esos sistemas en la sociedad es gradualmente” para “conseguir que las personas, las instituciones y los encargados de las regulaciones se familiaricen con él, piensen en las implicaciones, sientan la tecnología y se hagan una idea de lo que puede o no puede hacer, en lugar de soltar un sistema superpoderoso de golpe”.
“Hay gente que se creyó que la foto del Papa con campera era real, imaginate lo que va a ser el Facebook de tu tía la que cree que Cristina mató a Néstor cuando empiece la campaña, un Louvre fake del sesgo y la idiotez”, escribió un usuario.
Muchos dicen que nos hemos vuelto obsoletos. Quizá sí, quizá no. Lo que es cierto es que todo nuestro sistema de creencias está en jaque. La humanidad siempre se ha preguntado qué es la verdad, pero esa pregunta hoy ha pegado la vuelta completa. Ya no se trata de desmentir sino de preguntarnos por la verdad como concepto, como valor, como algo relevante. El paradigma que conocíamos ya no existe más. Si la política no se hace una enorme pregunta sobre esta revolución digital no seremos obsoletos los humanos sino la democracia.
1. Peirano, Marta (2019). El enemigo conoce el sistema. Barcelona: Debate.