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La nave de la curiosidad
Valentín Muro
“Me dedico a entender cómo funcionan las cosas” puede sonar un poco arrogante a modo de presentación.
Pero esta es precisamente la manera en que me presento desde hace poco más de diez años, quizá por falta de imaginación o quizá por exceso de frustración por no haber sabido nunca cómo demonios explicar a qué me dedico. Me quedé con ella porque en tan breve secuencia de palabras se esconde un detalle que suele pasar desapercibido: quienes se “dedican a entender” no son quienes sencillamente “entienden”.
Me dedico a entender cómo funcionan las cosas porque siempre, sin excepción, me costó mucho entender cómo funcionaba cualquier cosa a mi alrededor. Por suerte “cosa” es una palabra tan hermosa como versátil en nuestra preciada lengua castellana. Viene del latín causam, que presta su origen también a “causa”, lo cual tiene mucho sentido. De algún modo las cosas son aquello que tiene entidad, que existe, y que, en consecuencia, puede ser causa de algo más. Procurar entender cómo funcionan las cosas puede verse también, quizá, como un intento por entender cómo es que las cosas se conectan entre sí y cómo, a fin de cuentas, no solamente todo conecta con todo sino que difícilmente exista algo que no conecte con algo más.
Vivir en un mundo en el que el acceso a la información supone tan bajo costo y tan alta velocidad si de algo debería convencernos es de que siempre hay algo más por aprender. El entendimiento, aquella deseada comprensión, es un objetivo móvil, que puede mantenernos en vilo hasta el último de nuestros respiros.
No es fácil navegar la vida en el planeta Tierra siendo humano y no logrando entender muy bien lo que sucede a nuestro alrededor. Hasta el más mínimo detalle parece estar diseñado, sistematizado y estructurado en torno a un montón de cosas que nunca nadie se detiene a explicarnos. Hay códigos, pero no siempre están escritos; hay señales, símbolos y signos pero no siempre sabemos identificar su supuesto significado; hay buenas intenciones pero no siempre alcanzan para que otras personas entiendan que no todo el mundo puede hacerse del mundo del mismo modo.
Las personas que nos dedicamos a entender cómo funcionan las cosas —que no somos pocas— lo hacemos porque desde que inspiramos nuestra primera bocanada tuvimos que encontrar el modo de encontrar un camino entre tanto ruido. Es cierto que el camino se hace al andar, que en este caso no significa nada más que intentar dar cuenta de todos aquellos mecanismos que de buenas a primeras no logramos comprender. Es por eso que preguntamos un montón, y es por eso que nos cuesta mucho dejar de preguntar.
Los cachorros de Homo sapiens durante los primeros meses de vida no conocemos la sorpresa porque aún no tenemos suficientes expectativas del mundo como para que algo rompa con ellas. Es a medida que nos familiarizamos con lo que nos rodea que de a poco vamos incorporando la inagotable riqueza del universo y empezamos a formar lo que luego será el telón de fondo de la novedad. Es cuando esto finalmente sucede que lo nuevo, lo curioso, lo asombroso, comienza a generarnos interés y lo salimos a buscar con mucho mayor ímpetu que aquello que ya conocíamos.
Es ante lo que nos sorprende que desarrollamos inmediatamente cierta necesidad de comprender. Algo no es como esperábamos, algo se movió cuando estaba quieto, algo se iluminó cuando estaba apagado, algo emitió un sonido que no conocíamos, algo que debía flotar se hundió, y sin perder un instante nuestra mente sale a la búsqueda de alguna explicación. Es eso lo que alguna vez puso en marcha a la ciencia, el arte, la literatura y la filosofía, y es eso lo que pone verdaderamente en marcha a nuestros infantiles cerebros cuando salir a satisfacer ese apetito por el asombro se vuelve el mejor plan que podemos imaginar.
Pero a veces puede ser especialmente desafiante pasar de la novedad a lo conocido, y del placer de la sorpresa al horror de nunca dar pie con bola. Por eso es que sentimos tanto alivio cuando finalmente damos con una explicación que se nos escapaba sin importar cuánta maña pudiéramos darnos. Lo que nos inquieta es la incertidumbre, y celebramos cualquier instancia en la que en nuestro interminable camino en la búsqueda de sentido damos un paso sobre terreno firme. Es probable que sea esta inagotable capacidad para sorprendernos, y hacernos nuevas preguntas, la que probablemente explique por qué Internet cambió irreversiblemente nuestra relación con el conocimiento.
Aún en la infancia, y luego de unas buenas temporadas preguntando con nuestro dedo índice a la espera de que alguien nos hable más acerca de lo que señalamos, descubrimos el poder de las palabras y de la mejor herramienta con la que nuestros endebles cerebros alguna vez podrán contar: la pregunta.
Preguntamos porque queremos saber más, porque de un momento a otro reconocemos que ni en cien vidas podríamos llegar a conocer en carne propia todo lo que puede conocerse, y que ya no hay nadie que nos pueda explicar en persona mucho de lo que nos interesa. Preguntamos porque aprendemos que las personas a nuestro alrededor guardan conocimiento del que podemos servirnos y alcanza con un par de palabras clave para que ese conocimiento sea nuestro también. Es al preguntar que descubrimos que nadie es una isla y que el conocimiento no existe en ningún lado sino en muchos libros, muchos objetos, pero sobre todo en muchas cabezas, y que la nuestra también es parte de esa comunidad construida en torno al conocimiento.
Esto fue así durante la mayor parte de la historia de la humanidad y no fue hasta alguna centésima parte del último segundo del calendario cósmico, justo antes de la medianoche, que apareció un invento como ningún otro, que hizo que aquella comunidad de conocimiento pudiera volverse sobre sí misma de tal modo que la información pudiera encontrar su cauce y la curiosidad de dónde abrevar.
Internet llegó a mi Bariloche natal cuando tenía unos 5 o 6 años. Si mal no recuerdo, el acceso lo daba gratis o a muy bajo costo la cooperativa de electricidad local. En casa teníamos una modesta computadora con procesador 386, ya un poco vieja, con un monitor en escala de grises y un módem externo cuyas lucecitas y la invitación a conectarse al mundo eran fascinantes.
Por aquel entonces no había tanto en Internet pero su promesa era la misma: alcanzaría con teclear un par de palabras mágicas, no siempre obvias, para que el mundo se abriera ante nuestros encandilados ojos, y si algo a mí me sobraba eran cosas que quería saber.
Internet llegó cuando yo comenzaba primer grado y entre mis numerosas peculiaridades, que dejaban estupefactas a mis docentes y a mi mamá —que resultaba ser la directora del colegio— había algunas difíciles de atajar. Me costaba mucho entender aquello que nadie sabía cómo explicar porque generalmente nadie necesitaba que se lo explicaran: cómo funciona hacer amigos, cómo funciona ir al supermercado (y sobrevivir en el intento), cómo funciona el miedo al rechazo (y qué podemos hacer al respecto) o cómo funciona hacerse muchas preguntas (y lograr que nos inviten a los cumpleaños a pesar de eso).
Pasé la siguiente década tratando de darle sentido a todo aquello que hacían las personas a mi alrededor con los modestos recursos con los que cuenta un niño que crece en una casita en el medio del bosque en la montaña. Encontraba profundo sosiego en todas esas otras cosas que los libros sí explicaban, y leía y releía obsesivamente aquel libraco titulado Cómo funcionan las cosas, cuyas breves descripciones ilustradas con mamuts me daban al menos una buena ilusión de finalmente lograr entender cómo es que operaba una central nuclear o una lectora de discos compactos.
Fue recién cuando a mitad de camino del colegio secundario, para balancear mi escasez de vínculos con mis pares, descubrí que en Internet lo que sobraban eran personas cuyos intereses podían ser tan variados e intensos que aquel era el lugar, aunque virtual, en el que se podía encajar. No solo eso, sino que descubrí que cierta capacidad para investigar podía ser bien recibida, que la reputación podía prácticamente cuantificarse y que las amistades son más fáciles cuando tenemos algo interesante para contar. Cuando tenía 14 años conocí Wikipedia y el mundo se me abrió de par en par.
Desde hace seis años escribo Cómo funcionan las cosas, un newsletter semanal en el que aprovecho cada correo para explorar cómo es que funciona una cosa distinta desde la ciencia, la historia, la filosofía, el arte o la literatura. Comenzó a partir de una consigna que adopté caprichosamente: quería escribir acerca de todas esas cosas que buscaba en Internet y luego desordenadamente procuraba contarle a las personas que tenía cerca. De algún modo empecé a escribir para salvar todas esas amistades y ahorrarles mis improvisados monólogos acerca de cómo funcionaba tal o cual cosa.
Mi consigna, sin embargo, no se agotaba allí. Luego de una década estudiando filosofía, buscaba escaparle a aquel tono académico, despojado, en esa primera persona del plural que no se justifica de ningún modo y solo genera una ligera repulsión. Buscaba escribir, en cambio, en primera persona, no solo buscando recolectar tal o cual dato sino hilando todo a través de algo que nadie me podría alguna vez quitar: mi propio apetito por el asombro. Sin importar si se trataba de dragones, fósforos, abrazos, vampiros, piratas, o el aire acondicionado, todos mis textos debían remitir a aquel fueguito de mi mente que me había inclinado a investigar sobre el tema que fuera.
No mucho después de haber cumplido mi primer año enviando correos, en la segunda mitad de 2018, pasó algo aún más increíble que haber podido dar con un montón de personas que a través de mis palabras se sentían a gusto con reconocerse inquietas, curiosas y con el particular problema de querer saber un poco acerca de todo: muchas de estas personas querían pagar por algo que yo escribía gratuitamente. Por reclamo popular agregué un puñado de botones para que quien quisiera pudiera apoyarme mensualmente por débito automático. Y sucedió la cosa más loca: nació mi “Club de fans de la curiosidad”, que luego pasó a ser simplemente el “Club de la curiosidad”.
Fue aproximadamente a los nueve meses de haber abierto este club que el aporte de las personas que apoyaban mi proyecto gratuito llegó a igualar lo que pagaba de alquiler y renunciar a mi trabajo para dedicarme a tiempo completo a la exploración de mi curiosidad tomó el carácter de una idea menos delirante de lo que hubiera parecido inicialmente. Desde entonces vivo de escribir cada semana acerca de cómo funciona una cosa distinta.
No fue mucho después que una noche como cualquier otra, en sintonía con otros países del mundo, en el nuestro se anunció que salir de casa podía ser peligroso y que un abrazo podía ser directamente letal. Se había desatado una pandemia y lo más apropiado era quedarse en casa. Parecía como si me hubiera estado entrenando toda una vida para aquel desafío. El lunes siguiente comencé a enviar un correo por día, ya no uno por semana, a todas estas personas que me apoyaban, cada uno de ellos encabezado por palabras de Cortázar: “Toda distracción profunda entreabre ciertas puertas. Hay que distraerse si no se es capaz de concentrarse”. El mundo estaba siendo demasiado, y mis correos “extra” no eran más que intentos por robar a las personas de la vida real, aunque solo fuera un ratito.
Llevo escritos casi ciento cincuenta “cómo funcionan” distintos, pero llevo enviados poco más de quinientos correos entre todas las otras cosas que fui compartiendo. Si algo distingue al correo electrónico de cualquier otro soporte digital es que nos regala un ritmo propio que además no nos busca para que respondamos inmediatamente. Y cuando respondemos, no lo hacemos a la vista de todo el mundo. Los correos electrónicos, como las cartas, pueden ser íntimos y privados, pueden ser honestos y elaborados, pueden darnos ese momento más para la reflexión, pueden contrarrestar el insoportable ajetreo de lo cotidiano.
Pero los correos electrónicos no tienen textura, peso u olor. Los correos electrónicos no se pueden poner en un cuadrito o hacer un bollo y tirar contra una pared. Los correos electrónicos sí se pierden y a veces no llegan, pero no creo que sus historias de infortunios sean muy entretenidas. Nadie puede quemar un correo electrónico y nadie puede ver si aún se percibe el curso de la mano sobre el papel. Los correos electrónicos no son como las cartas.
Nunca imaginé que la mía fuera la primera carta en papel que mucha gente recibiría. Nunca imaginé que el desproporcionado costo y esfuerzo que tendría firmar, doblar y ensobrar cientos de cartas resultaría en una experiencia por algún motivo desconocida para tantas personas. Lo que las cartas nos recuerdan es que del otro lado hay una persona, y no una máquina. Lo que las cartas nos recuerdan es que Internet puede habernos abierto puertas que de otro modo no podríamos siquiera haber imaginado, pero que las redes no son las máquinas que nos conectan sino las personas que detrás de ellas pueden conectarse. Las cartas son una buena excusa para vislumbrar la materialidad de nuestras redes. Lo que los correos electrónicos tienden a ocultar es a las personas que se esconden detrás.
Armado con un par de cajas que guardaban varios cientos de cartas un día me presenté en el correo y entendí por qué Internet no es como ninguna otra cosa. Por qué, a pesar de su encanto, enviar cartas no es como enviar correos electrónicos ni investigar en Internet es como buscar en la biblioteca. Por qué no es solo una cuestión de velocidad o de costos, sino de algo que cala un poco más profundo.
Internet es una cosa hermosa pero frágil, tan sencilla en su espíritu como intrincada en sus detalles. Internet es capaz de doblegar sus virtudes y volverlas peligros con apenas un cambio en la dirección del viento. Internet puede ser donde la democracia encuentra su máxima expresión, o donde agota su último grito de batalla.
Cuesta imaginar un conjunto de tecnologías más propicio para el desenvolvimiento de la curiosidad que aquel que nos provee Internet. Cuesta imaginar qué hubieran hecho aquellas grandes mentes que admiramos si hubieran tenido tanto poder en la punta de sus dedos. Cuesta imaginar cómo serían posibles nuestras frágiles repúblicas sin el acceso a la información que nos hace posible Internet.
Cualquier persona puede dedicarse a entender cómo funcionan las cosas. Aún más, cualquier persona puede aprender a hacer lo que sea. Mucho más interesante aún, cualquier persona puede compartir con el mundo aquello que despierta su curiosidad. Cuesta imaginar cómo cualquiera de estas tareas podría ser posible sin Internet.
Es en las inabarcables aguas de Internet que generalmente se esconden los fragmentos que hacen a la respuesta que estamos buscando.
Dedicarnos a intentar entender implica un esfuerzo y un ejercicio que no siempre se agota en la deseada comprensión al final del recorrido. Especialmente preocupante resulta la obvia observación de que quienes dan por sentada su comprensión no se dedican a obtenerla. Es esto lo que da su pertinencia a aquel viejo adagio que advertía frente a la ilusión del conocimiento en oposición a una mirada un poco más humilde, un poco más precavida: quien decide “dedicarse a entender” lo hace porque solo sabe que no sabe nada, mientras que quien simplemente “entiende” confunde la vitalidad de la búsqueda con la atonía de la inmovilidad.
Ciertamente, nuestra búsqueda de sentido no fue inaugurada por Internet, pero qué difícil se nos hace imaginar la persecución de nuestra inagotable curiosidad sin su virtud.