Palabras (y más palabras) y cosas de la democracia en comunicaciones

Martín Becerra

De los múltiples significados que habitan en la frase “recuperación de la democracia”, tan citada a 40 años de 1983, uno de los más estables y compartidos es que la ciudadanía recobró los resortes de expresión de su voluntad. A fuerza de sintetizar, esta dimensión de la democracia se traduce en la elección mediante el voto popular de autoridades políticas y legisladores, pero también alude a la libertad de opinar, protestar, investigar y peticionar sin que las personas sean reprimidas o sancionadas por ello. Cuando se dice que la soberanía consiste en el poder en manos del pueblo, se apunta a la potestad de definir sus destinos, expresar sus ideas y acceder sin restricciones a una variada gama de opiniones del resto de la comunidad de pertenencia.

Por supuesto, hay muchas otras dimensiones y una larga historia de discusiones contenidas en los conceptos de democracia y soberanía, pero estas líneas exploran la relación entre la expresión (re)conquistada por la sociedad argentina en 1983 y su expansivo recorrido, que transgredió límites y convenciones vigentes en el país hasta entonces, a la vez que se combinó con la revolución de las comunicaciones digitales contemporánea, y sobre todo con su masificación a partir del cambio de siglo, lo que favoreció esa tarea.

La conquista de las potencialidades expresivas, hoy patrimonio común en parte opacado por urgencias y problemas estructurales que la democracia no solucionó –y que en algunos casos empeoró–, merece subrayarse por su carácter excepcional. Nunca antes en la Argentina la libertad de expresión –en sentido comunitario, que tiene a la sociedad como sujeto colectivo, pero también individual– había sido tan extendida como en las décadas que siguieron a 1983. Esta libertad contrastaba y contrasta incluso con la situación de países vecinos y con el ambiente predominante en el resto de la región latinoamericana.

En estos 40 años ampliar los límites de lo decible fue ampliar los límites de lo posible, parafraseando a Oscar Landi y su libro alumbrado en la primavera democrática alfonsinista, intitulado El discurso sobre lo posible. Agendas inimaginables en aquel entonces fueron incorporadas al debate público gracias a la articulación de actores sociales variopintos y luego muchas de ellas fueron instituidas como regulaciones, como la relativa a derechos sexuales y reproductivos. El problema es que el universo ampliado de lo decible y de lo posible no abasteció otras muchas necesidades materiales y simbólicas de una sociedad cada vez más compleja, diversificada y renovada.

En efecto, muchas de las expectativas de bienestar y mejora en las condiciones de vida de las mayorías no fueron concretadas en estas décadas de convivencia democrática. Por el contrario, las desigualdades se profundizaron a niveles cuyo dramatismo cuesta exagerar.

La soberanía de la expresión es inherente a la democracia, aunque, como no asegura la satisfacción de otras necesidades vitales, un riesgo que entraña es que la libre circulación de las palabras acabe siendo percibida como un tema menor –y, eventualmente, como un obstáculo– frente a asuntos de gran trascendencia, como los ingresos, el empleo, la inflación o la seguridad pública.

Por eso, escribir a 40 años de recuperación del régimen institucional de gobierno, con libertades y derechos obtenidos –y, en muchos casos, ampliados–, requiere al mismo tiempo ponderar aquellas libertades y derechos que faltan y que duelen –como decía el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918–, precisamente porque faltan.

Las desigualdades –estadísticamente relevadas en los indicadores de pobreza que producen tanto el INDEC como organismos públicos provinciales, universidades, el sistema científico y también empresas– son una de las mayores aflicciones del país construido desde fines de 1983. Casi el 40% de las personas y casi el 30% de los hogares relevados por el INDEC se hallaban en situación de pobreza a fines de marzo de 2023.

La sociedad argentina ha elaborado y superado sucesivas crisis desde que el dictador Reynaldo Bignone le entregó la banda presidencial a Raúl Alfonsín. Trece presidencias de diversa orientación ideológica han transcurrido desde ese hito fundacional, pero la desigualdad fue consolidándose como rasgo estructural que resulta indisimulable. ¿Cómo convive esa desigualdad con la revolución de las comunicaciones que, contemporánea de las cuatro décadas de convivencia democrática, preconizaba mejores debates, acceso universal a fuentes de información y conocimiento diversas y documentadas, y maduración de las instituciones públicas y privadas protagonistas de la política republicana?

La respuesta más epidérmica a esa pregunta (“no muy bien: accedemos a más información y debatimos libremente, pero no sabemos cómo usar el conocimiento para mejorar las condiciones de vida de la mayoría”) está colmada de matices.

El sistema de medios de comunicación fue radicalmente transformado entre 1983 y la actualidad. Los soportes que distribuían información y opinión hace cuatro décadas constituían un ecosistema relativamente simple y escaso en cantidad de emisores que concentraban el poder de producir y hacer circular contenidos a través de redes tradicionales (la prensa, la radio y la TV abierta). La década de 1990 atestiguó la masificación de la pantalla multicanal, con el acceso a la TV paga provista por cableoperadores y el inicio de la telefonía móvil. El cambio de siglo, a pesar de la crisis económico-social de 2001, continuó con novedades: Internet, cuyo acceso creció notablemente desde 2005, fue cada vez más plataformizada (dominada por grandes plataformas digitales), personalizada (la navegación de servicios, redes sociodigitales y aplicaciones es cada vez más individual y dependiente de la huella digital de usuarias y usuarios); las generaciones de comunicaciones móviles transformaron un servicio de llamadas de voz en una red multiservicios y multiaplicaciones inimaginada hace tan solo 20 años; y las redes audiovisuales se nutrieron de ofertas de programación a demanda, con proveedores de contenidos en streaming que se multiplicaron a medida que las conexiones físicas y móviles fueron mejorando en su capacidad.

El Estado argentino creó la empresa ArSat y construyó la Red Federal de Fibra Óptica (ReFeFO), mientras que operadores privados y cooperativos de conectividad llevaron el servicio a cada vez más localidades.

La universalización de los dispositivos móviles ha acercado la posibilidad de buscar datos, noticias y opiniones; contactar con afectos y con personas lejanas; construir comunidades de afinidades que de otro modo sería dificultoso concretar; producir y enviar información; acceder a entretenimientos variados y realizar compras; vender servicios y productos y efectuar trámites con las administraciones públicas. Las tecnologías acortan tiempos y distancias, y para muchas tareas cotidianas (y no tan cotidianas) ello es práctico, funcional y beneficioso.

La contracara de esas ventajas es la entrada en una etapa en la que los límites entre lo real y lo falso se desdibujan, dado que los adelantos en Inteligencia Artificial pueden adulterar imágenes, sonidos y textos con facilidad, a la vez que la extracción de datos personales, su comercialización y aprovechamiento para fines a los que sus titulares no dieron consentimiento –y que en muchos casos contravienen leyes vigentes–, forma parte del modelo de negocios extendido de las grandes plataformas digitales, con la consecuente modificación de fronteras entre lo público, lo privado y lo íntimo. A esto se añade la estructuración de la economía digital que, con sus efectos de red, tiende a consolidar posiciones de dominio y abusos de poder dominante por parte de los mayores conglomerados de cada aplicación o servicio. Las formas de socialización, acción política, intervención pública y participación comunitaria cambian a la par que las personas y los grupos sociales se apropian de modo diferenciado de las TIC.

El impacto de Internet en la convivencia democrática involucra procesos relativamente recientes, cuyos efectos en las relaciones sociales recién comienzan a ser identificados de modo fragmentario aún. Son procesos recientes porque la modalidad predominante de acceso a Internet de las más de 46 millones de personas que viven en la Argentina es a través del dispositivo móvil, y recién fue a partir de la licitación de espectro que habilitó la adopción de las comunicaciones móviles de cuarta generación (4G), en 2014, que comenzó a masificarse ese acceso a Internet, con la subsiguiente posibilidad de ver y descargar contenidos audiovisuales y no solo textos planos o audios y videos cortos.

A su vez, la aplicación más utilizada por las más de 55 millones de líneas móviles en actividad en el país es WhatsApp, es decir, un servicio de mensajería propiedad de Meta (Facebook e Instagram) que se halla bonificado por los operadores de comunicaciones móviles.

Como contrapunto, la universalización de los accesos móviles encuentra severas limitaciones por dos motivos: por un lado, por la cobertura de las redes, que en un país con la extensión geográfica de la Argentina castiga a quienes viven en localidades alejadas de los centros urbanos, puesto que los operadores privados raramente realizan inversiones donde no hay mercado. Para ello se precisa una política pública que compense los beneficios de contar con licencias para vender servicios en grandes ciudades con obligaciones de despliegue en áreas menos densamente pobladas.

Por otro lado, por la asequibilidad de los servicios, dado que la desigualdad socioeconómica incide directamente en el tipo de planes contratados y, así, el 89% de las líneas móviles activas son de modalidad prepaga. Esta depende de la carga de crédito de los usuarios y, consecuentemente, se trata de la opción más débil a la hora de garantizar conectividad de forma estable a lo largo del mes para una persona. Su rutina de navegación, que incide en sus capacidades expresivas (emitir y recibir informaciones, opiniones, datos y otros contenidos), está directamente determinada por su capacidad económica para cargar crédito en el dispositivo móvil de comunicaciones.

En tanto, el acceso a Internet fijo a nivel nacional superaba el 76% de los hogares a fines de 2022, según los datos de los operadores que recopila el ENaCom. La mejora constante de la velocidad de bajada de esos accesos es importante, y más del 63% de las conexiones fijas superaban los 30 Mbps en aquel diciembre.

Estos datos expresan que el 24% de los hogares (un cuarto del total) no posee conexión fija y que, entre la mayoría que sí paga por conexión fija, un 37% recibe un servicio de menos de 30 Mbps. La agregación de hogares sin conexión y los que cuentan con accesos de baja velocidad da cuenta de un panorama de conectividad fija que dista de ser ideal.

Los números mencionados resultan fundamentales para ponderar qué tipo de acceso tiene la mayoría de los habitantes del país a Internet y qué tipo de uso pueden hacer de las redes, sus servicios y aplicaciones. Son, también, necesarios para evaluar en qué sentido las brechas digitales han dejado de ser únicamente las que separan a conectados de desconectados, para aludir además a quienes sí tienen conexiones de red, aunque la calidad o velocidad de las mismas sea deficiente, o sus terminales de acceso sean inadecuadas para una navegación con posibilidad de utilizar distintos servicios y aplicaciones y, en consecuencia, vean restringido el potencial de aprovechamiento de los recursos digitales.

Las habilidades digitales y las oportunidades significativas de uso son mayores cuando las personas cuentan en su hogar con conexiones fijas robustas, toda vez que el uso del dispositivo móvil entorpece la realización de determinadas acciones, como la descarga y lectura de documentos largos necesarios para la contratación de servicios, el estudio y el trabajo en numerosas actividades. Por lo tanto, a las brechas materiales de acceso (quienes tienen o no conexión, quienes solo tienen conexión móvil y no fija en el hogar, quienes poseen conexión móvil a través de la carga de crédito periódica sin abono con un operador de telecomunicaciones) se suman brechas de habilidades y oportunidades de uso que afectan las competencias y saberes, el acceso a servicios básicos, a la información y al desempeño laboral y productivo.

Expresarse, acceder a manifestaciones diversas del resto de la comunidad de pertenencia, ejercer la soberanía popular y definir los destinos son cualidades constitutivas de la democracia, pero en un ecosistema de comunicaciones donde el acceso de la ciudadanía a la información está condicionado fuertemente por brechas, esas cualidades resultan desigualmente distribuidas.

Los horizontes abiertos con la recuperación constitucional de 1983, que en los primeros años de la transición desde la dictadura parecían pletóricos de oportunidades, encuentran obstáculos materiales en la combinación entre los altos niveles de pobreza estructural de la sociedad argentina y su traducción en los recursos de comunicación imprescindibles para ejercitar no solo la examinación de los problemas actuales, sino el imaginario de un futuro que haga decible y posible la superación de las desigualdades.

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